Aprendemos a ser integralmente más conscientes o vivir más conscientemente. Este hecho va relacionado con dejar que las cosas sean lo que son, es decir, que no haya una lucha interna respecto a nada. Simplemente, se trata de vivencias que están sucediendo.
Esta amplitud de conciencia es, por experiencia, la única forma de terminar con el problema de la angustia que vive la persona. Desde la infancia, se va acumulando una angustia a la que podemos denominar «angustia base», de la que procede toda la angustia que siente la persona a lo largo de su vida. Esta angustia es el resultado de una mala «educación», en el sentido de una transmisión errónea de lo que es el valor fundamental de la vida, y es la responsable de que la persona se retraiga o se reprima, de que esté a la defensiva o en actitud de ataque, de que se ponga nerviosa en determinadas circunstancias, de que tenga mal humor, de que se crispe o provoque crispación en el ambiente al no ser capaz de adaptarse a las circunstancias, de que se obsesione, etc. Todo ello, pues, surge a causa de la angustia y no hay engaño posible sobre ella, sobre la angustia que cada uno está viviendo. Se podrá filosofar mentalmente, pero cada persona se da cuenta de su nivel de angustia.
Y esta angustia, este dolor, tiene oleadas. Hay momentos en que parece no estar, mientras que en otros te arrebata. La angustia base se ha ido incorporando a la vida de la persona como modo habitual de vivir, de tal manera que, aunque el estado natural sería estar sereno y en paz, parece que este estado se encuentre formado por todas las facetas de la angustia que se está viviendo. No obstante, aunque se asuma como natural, la persona se siente inconforme con lo que está viviendo, y surgen una lucha y una búsqueda.
Esta acumulación de dolor podemos percibirla tanto en nosotros mismos como en determinadas personas, y además se comunica entre ellas. Cuando vemos una apatía o una actitud agresiva en el otro, se trata de esa angustia, ese dolor que se está revelando, y normalmente tenemos la tendencia a apartarnos de esa persona. A veces, incluso queda, en cierta forma, impregnada en el ambiente.
La única fórmula para solucionar el problema de la angustia y de todo el sufrimiento que conlleva es ser plenamente consciente de ello, aceptando la angustia cuando se esté viviendo. Esta aceptación implica, por un lado, poder reconocer la angustia y verbalizarla («este dolor, esta angustia base está ahora apareciendo»), y, por otro, llegar a una profunda comprensión de que yo no soy eso, ya que eso es algo que aparece y desaparece; es decir, reconocer y sentir que yo no soy esa angustia.
La angustia se nutre, se mantiene y se amplifica con el pensamiento. Los mecanismos pensantes, que son identificaciones desde el mismo proceso de la angustia, y que, a su manera, pretenden solucionarla, tan solo consiguen reafirmarla, añadiendo «más leña al fuego», más dolor. Aparece una circunstancia que mentalmente se etiqueta como negativa y la identificación con esa etiqueta («yo soy eso negativo»), que se manifestará como sentimiento de culpa, ya sea en uno mismo o proyectado en el otro. La culpabilidad, una de las facetas de la angustia base, no es más que la rebeldía ante la identificación con esa etiqueta negativa, es decir, me creo que soy eso negativo, pero no lo acepto. La angustia nunca se solucionará mediante el pensamiento; puede llegar una oleada en la que aparentemente se vaya, pero luego volverá a aparecer.
Para salir de este proceso del pensamiento, este debe estar en concordancia con la vivencia de presencia. La vivencia de presencia hace que se viva el dolor, la intranquilidad, etc., como algo aparte de lo que está sucediendo. Dicho de otro modo, se está viviendo un nivel de angustia, pero al mismo tiempo hay un espacio libre, independiente de aquello que se está viviendo. Es como si se creara una distancia entre la presencia y lo que está sucediendo.
Pero la distancia no se crea porque el pensamiento quiera distanciarse como un mecanismo de huida, sino todo lo contrario, se crea por el hecho de aceptar sinceramente lo que está sucediendo: «siento dolor», «siento irascibilidad», «hay inquietud», «hay nerviosismo», «hay unas ganas de huir», etc. Aceptando plenamente lo que estoy viviendo, aceptando las cosas tal como son, en cada momento, se crea esa distancia. Si estoy viviendo un nivel de euforia, se trata de verlo y descubrir de dónde viene, y, de esta forma, ser lo más consciente posible del pensamiento y la emoción que se vive. Por eso, el aprendizaje consiste en situarnos en esta presencia consciente ahora, que está emparentado constantemente con la aceptación positiva (no resignativa) de que las cosas son como son. Se trata de no ir en contra de ser.
Centrarse o meditar es exactamente lo mismo: aceptar lo que es. Aquí nos juntamos, la vida se junta en formas aparentes, para tomar conciencia de esta verdad.
El problema de la angustia no se soluciona fácilmente, ya que ha estado latente en uno durante muchos años, y sigue latente ahora mismo. Por eso, podemos estar un día más o menos bien y, en un momento determinado, según las circunstancias que vivamos y con quién tengamos relación, aparece de nuevo la angustia. Además, el problema tiene en cierto modo dos vertientes: la angustia acumulada en mí mismo y la angustia de las personas con las que me relaciono.
Cuando se trata de la angustia que experimento a través del otro, la manera de solucionar el problema es exactamente igual que si la vivo en mí mismo, es decir, reconocer el dolor y la angustia en el otro, con sus mentiras, sus agresividades o sus pasividades, sin reaccionar mentalmente con la crítica o la vivencia en primera persona de su dolor. Sin reaccionar en forma de agresividad, tensión, apatía o tristeza, ya que cuando reacciono es porque la angustia que estaba aparentemente fuera, el dolor del otro, se ha colado en mí. Vivir la fuerza de aquello es inevitable. Puedo estar en una situación con la familia o en el trabajo y vivir la crispación de otra persona, su neurosis, su crítica o ataque hacia mí o hacia una tercera persona. Eso está ahí y provoca la vivencia del dolor que lleva asociado. Pero debo ser capaz de vivirlo con integridad, es decir, de aceptar aquello y mantenerme en presencia sin que los pensamientos me absorban y hagan que me identifique con eso. Es lo mejor que puedo hacer dada la situación, ya que, en primer lugar, no me afectará ni me llevará a sacar mi angustia, si todavía tengo; y, en segundo lugar, será la mejor manera de favorecer que la angustia del otro se liquide, dando subconscientemente los toques correspondientes de presencia y de calma. A veces, es necesario emprender una acción determinada, pero esta debe partir de un estado de calma.
Y si la cosa ya ha vencido, es decir, si ya he perdido la calma, entonces solo me queda reconocer que ha venido la angustia y que he perdido la calma. Aceptar las cosas tal como son.
El aprendizaje de estar presente, de estar atento viviendo el presente, es el camino que debe seguirse. Y también otorga la máxima capacidad de sinceridad a la persona. Porque lo que es, es lo que es. El trabajo consiste en volver a la mayor sinceridad posible para tener plena consciencia de la verdad, de la realidad de las cosas y de la vida. La vida, que es este preciso momento, el instante presente. De otro modo, nos mantenemos en un estado de continua ofuscación, en una nube de imaginación que está conectada constantemente con la angustia base, con el dolor. El dolor, que es inquietud, nerviosismo, insatisfacción, monotonía, intranquilidad o preocupación, y que se manifiesta como ira, agresividad, apatía o pasividad.
Es la magia y el poder de la sencilla vivencia de atención presente. Al «pensante yo» esta vivencia no le soluciona nada, porque quiere resolverlo todo a través de pensamientos y estrategias. Pero el vivir demuestra que por esa vía no hay solución, y solamente hace falta fijarse en la gran infinidad de preguntas que cada uno de nosotros se ha formulado y no ha hallado respuesta. La única salida al problema de la persona es aprender a ser eso que ya soy, la sencillez de estar presentes, atentos. Se pueden hacer cosas paralelas que pueden ser buenas, pero el camino recto, el camino liberador, es la aceptación consciente y de todo corazón de que las cosas son lo que son.
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