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CONOCERNOS A NOSOTROS MISMO

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CONOCERNOS A NOSOTROS MISMO

La mayoría de los mortales creemos conocernos, pero la penosa realidad es que no es así. En el mejor de los casos conocemos nuestras reacciones, y no en pocas ocasiones éstas nos sorprenden. Sólo conocemos aspectos del día a día, respuestas que van surgiendo con nuestros amigos, en el trabajo, con la familia, hacia ti mismo, etc.

La vida se asegura de que no podamos engañarnos durante mucho tiempo. Nuestras reacciones ante las circunstancias o personas, sobre todo cuando hay enfrentamiento, se convierten en el mejor indicativo de hasta qué punto nos conocemos.

No es importante lo que decimos o creemos, sino aquello que nuestras reacciones y actos reflejan. Si las cosas pequeñas tienen el poder de trastornarnos, significa que la idea que tenemos de nosotros es igual de pequeña. Ésa es nuestra creencia inconsciente.

Atacamos, nos defendemos, nos enfurecemos, nos justificamos, culpabilizamos, automáticamente, por esa idea pequeña y negativa.

Se nos ha enseñado que valemos por lo que conseguimos y el comportamiento que tenemos con los otros según los patrones sociales. Desde niños nos enseñaron a mentir, porque es más importante quedar bien que decir la verdad y, por tanto, anteponemos la estrategia a la sencillez, a la naturalidad, a valorar más lo que hacemos que lo que somos. Toda la importancia de la vida recae en conseguir muchas cosas, sobre todo respecto a la economía y al poder (una manera de sobrevivir mal entendida), e ir picoteando de plato en plato sin profundizar demasiado en nada. El conocimiento de uno mismo es un trabajo más arduo que el hecho de ir todos los días a la oficina; es una tarea de investigación constante, diaria, de cada hora y cada minuto, a través de la observación muy despierta, porque el que reacciona es el ego.

Cuando tomamos conciencia del ego, empezamos a descubrir lo que no somos, y aunque todavía no sepamos quién somos, se va eliminando el mayor obstáculo para conocernos.

Conocerse, en el sentido más profundo que la palabra apunta, es el impulso de la vida en esta forma humana. Si miramos sólo lo superficial, es decir, a las formas que aparecen en el espacio-tiempo, todo obedece a una interrelación de causa y efecto. Aparece la primera partícula elemental y seguidamente el átomo como efecto, surge la molécula orgánica y como efecto la célula que se divide a sí misma y, a continuación, la vida tal como la percibimos. El ser humano lleva a sus espaldas toda la información genética desde la primera célula que se configuró. Todo es circunstancial, nadie elige a sus padres, su raza, o el país y la época de su nacimiento, ni tampoco su carácter o las circunstancias educacionales que le llevarán a tener una programación determinada. Este organismo cuerpo-mente ha sido involuntariamente programado para reaccionar de la manera como lo hace. Este hecho nos puede llevar a comprender que nadie es culpable de nada. Todo el mundo hace lo que puede. Si no hubieran sucedido las acciones anteriores de las cuales uno no tenía ningún control, su respuesta actual no sería la que es.

Hemos personificado lo impersonal por ignorancia y fragmentado la totalidad, y a causa de esa personificación y fragmentación surge el dolor del mundo.

Es interesante, cuanto menos, hacer una observación profunda sobre la vida y su movimiento, que es cambiante y oscilante entre los opuestos: bueno-malo, frío-calor, placer-dolor, nacimiento-muerte, etc. Hay que aceptar vivir íntegramente, viviendo todos los movimientos. Decir SÍ con mayúsculas a la vida, sin importar las circunstancias que haya que vivir en cada momento, es ser consecuentes con el momento presente. Nos pasamos gran parte de la vida intentando prevenir el dolor y buscando el placer, sin comprender que se trata de dos caras de la misma moneda en el movimiento natural de la existencia, porque ambos son categorías que la mente impone a las experiencias. La respuesta al dolor no es dejarse llevar despreocupadamente por los acontecimientos, o aferrarse con miedo al pasado, si no ser sensible al presente, con la mente despierta, abierta y receptiva. Hay que rendirse al dolor sin ningún «mi», reabsorbiéndolo limpia y conscientemente. Cuando no hay resistencia al dolor, éste sencillamente desaparece o se hace llevadero, o, por el contrario, puede que permanezca, pero ya no es problema. Huir del dolor es mayor dolor. Cada movimiento que se origina en «nuestra vida» es un movimiento de la propia naturaleza del universo. No podemos controlar nada, todo es un movimiento unitario de las fuerzas cósmicas en el que influyen infinidad de factores en esta interrelación de causa y efecto.

Desde un punto de vista todavía parcial, se puede decir que lo único que podemos controlar es nuestra respuesta a las circunstancias, pero si estamos hablando del programa como genética y el adquirido como educación y experiencias vividas grabadas en el cerebro, tampoco somos responsables de no poder dar otra respuesta que no sea la que estamos dando. Por lo tanto, cumplimos el destino para el que hemos sido programados.

 

A menudo, me pregunto si el ser humano puede actuar de otra forma distinta de la que lleva a cabo, y la respuesta que me doy es negativa, a pesar de ver los desastres de las guerras, el hambre, el dolor, etc. Y no es que se trate de quedarnos pasivamente indiferentes, porque cada circunstancia es una oportunidad para dar lo mejor de sí, sino que el ser humano no es algo independiente con voluntad propia para hacer y deshacer. Cada paso o movimiento que damos «para bien o para mal» es dado por la naturaleza del universo. La acción ocurre, como podemos observar en la respiración, los latidos del corazón, el pestañeo, etc. Cuando la comprensión va profundizando en sí misma, el «yo» que hace, el «hacedor», se desplaza hacia la fuente de donde surge la acción espontánea, rindiendo así nuestra falsa identidad a la conciencia universal como impulso de vida que actúa en este organismo según su naturaleza.

Nuestro mundo, nuestro pequeño universo, está condicionado por la predisposición genética con la que nacemos. Si un bebé nace con un carácter amable, cariñoso y abierto, su mundo será más fácil, agradable y acogedor, mientras que si lo hace con un carácter cerrado, antipático y hostil, entonces su mundo resultará más desagradable y duro. Nuestra forma de actuar en el mundo y de sentirnos con nosotros mismos está determinada por esos factores de la naturaleza de cada uno. Dicho de otro modo, no decidimos nada, todo es una combinación de circunstancias genéticas y educacionales acumuladas en el tiempo, impulsadas por la conciencia, fuente de toda vida.

El cese de la implicación personal no puede ser causado por un «yo» que lo desea, sino que se trata de un suceso inevitable en el funcionamiento de la totalidad.

Asentarnos en lo que somos, en «lo que es», puede parecer un acto de voluntad propia, pero de hecho no es así: vuelve a ser el poder que lo mueve todo.

Pasamos buena parte de nuestra vida buscando satisfacciones que por necesidad son pasajeras, cambiantes, frustrantes, sin percibir que todo anhelo de gozo es la transparencia de lo que somos como totalidad. Lo que somos lo somos siempre, con conflictos o sin ellos. A la totalidad no le falta ni le sobra nada, porque su funcionamiento es unitario, y tiene su opuesto, su contraste. Así es la naturaleza de la manifestación de DIOS.

«Nuestra vida» es vivida por la conciencia universal, fuente de todas las apariencias.

El reto de la vida resulta siempre nuevo, pero nuestra respuesta es vieja porque está basada en el pasado, que es memoria, recuerdo.

Vivir desde la propia naturaleza de SER es vivir de primera mano, sin retener ni rechazar, fluyendo como un río por el cauce por el que la vida te conduce, sin oponer resistencia, sabiéndote libre de la autoría personal. El poder divino es el único hacedor de cualquier acto que suceda. Esta comprensión te lleva a sentirte en tu hogar en cada lugar donde te encuentres.

No hay fragmentación, es decir, los cuerpos no están separados del resto del universo, sino que han surgido como consecuencia de él, y se encuentran inevitablemente unidos y dependientes de él. Cuando se alcanza esta comprensión con claridad, los demás dejan de ser un problema, y el universo ya no parece extraño, lejano y ajeno.

Conocerse a sí mismo no es posible, porque implica la dualidad del que ve y lo visto, y sólo hay uno. Cuando la comprensión ocurre como parte del funcionamiento de la totalidad, se vivencia la unidad: la unidad del que ve y lo visto; todo es «YO» o, lo que es lo mismo, sólo «ÉL» es.

El SER es lo que surge repentinamente y no es lastre del pasado, es lo permanente en los tres estados (vigilia, sueño con sueños y sueño profundo), el instante presente sin ataduras. De él surge toda posibilidad y todo vuelve a ser reabsorbido.

La realidad no puede ser definida con palabras, sólo puede entrarse en ella para sentirla y SERLA. Quedarse en la definición es entrar en un círculo vicioso de más conceptos que no conducen a ninguna parte. Las palabras y los conceptos distorsionan la realidad.

Hemos olvidado lo más importante, encontrar quiénes somos. Si no nos conocemos a nosotros mismos, no podremos conocer a nadie.

En realidad, somos un maravilloso campo inagotable de luz, amor, paz y felicidad.

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